domingo, 21 de junio de 2015

Patricio Valdés Marín



Tanto la idea como la realidad de lo transcendente tienen un lugar en la historia humana. La idea de lo transcendente es algo que surge y ha nacido naturalmente en el pensamiento humano. Pero la realidad de lo transcendente surgió en un momento dado de la historia humana, y lo hizo con Jesús. Él fue el hito más importante de la historia de la humani­dad, pues proclamó la llegada del Reino de Dios e invitó a todas las personas a participar de éste. También fue clave para la cultura occidental, pues de él se originó el cristianismo, la Iglesia y, durante la Edad Media, la Cristiandad.


Lo transcendente y el Antiguo Testamento


El hilo conductor del Antiguo Testamento, como una colección de diversos textos y de distintas tradiciones escrita por israelitas y posteriormente judíos a lo largo de los siglos anteriores a la vida de Jesús, es doble. En primer lugar está el hecho originario de la alianza hecha por Yahvé a Abraham respecto a elegir a parte de su descendencia de sangre –el Pueblo de Israel– como su pueblo y darle la Tierra Prometida –Canaán– a cambio de ser adorado como el único Dios. En segundo término, a través de la narración de los distintos eventos, se explica la contraposición entre el poder de Yahvé y el deseo humano de autonomía, y la ayuda divina para ocupar la Tierra Prometida y los supuestos castigos que el pueblo recibe ante cualquier violación del pacto.

Esta teología afirma que el poder de Yahvé es tan grande que para definir las cosas no necesita del poder humano. Una de las tradiciones, la teología yahvista, proclama que los proyectos del ser humano son perversos desde su juventud (Gn 8,21), al tiempo de exagerar la limitación del ser humano para destacar que es Yahvé quien otorga la victoria. Otra tradición, la teología del Deuteronomio, opone la gratuidad de Yahvé con la autonomía del ser humano, afirmando que el premio depende únicamente de Yahvé y no de las pretensiones de la eficiencia humana. La teología rabínica, en contraposición con la tradición más fuerte, enseñaba que para ser próspero, se debe obedecer a Yahvé, ya que si al justo le va bien, es porque es bendecido por Yahvé. Y se obedece a Yahvé cuando se cumple la ley. Sin embargo, el libro de Job rompe con bastante ironía este esquema, pues, siendo un fiel observante de la ley, no le va precisamente bien.

Queda allí en discusión la causa específica del origen del triunfo, si divina, humana o natural propia del azar. Respecto a la primera parte del mencionado hilo conductor, esta teología es criticable por una tradición más liberal por ser muy rígida respecto a las promesas de Yahvé: la tierra de Canaán; la descendencia biológica de Abraham (y el descendiente mesiánico de la casa de David); el templo de Jerusalén como el auténtico lugar de la alianza.

Quien acepta la inerrancia del Antiguo Testamento y en que lo que se relata allí es verdaderamente palabra de Dios supone que la verdad allí trasciende la historia tanto de quienes escribieron sus distintos libros, con sus distintas intenciones y motivaciones, como de la realidad que se ha ido develando mediante la arqueología. Sin embargo, la verdad es que el Antiguo Testamento no es un conjunto de escritos históricos, y sus autores se valieron de hechos, imaginados o no, para reafirmar la alianza del poderoso Yahvé con el pueblo elegido, explicando que las causas de los numerosos fracasos sufridos por los israelitas fueron fruto de los pecados del pueblo. Estos escritos muestran más bien la demanda por un ser poderoso para que sostuviera un pueblo débil con enormes pretensiones frente a poderosos vecinos, lo que exige mucha interpretación e imaginación antes que fidelidad en narrar hechos históricos.

Los hebreos, antepasados del pueblo de Israel, habían sido constituidos por las distintas tribus de pastores nómades, trashumantes y marginales que habitaban el territorio ubicado justamente entre los dos centros de intensa economía agrícola de la antigüedad del Medio Oriente, Egipto (regado por el río Nilo) y Mesopota­mia (regada por los ríos Tigris y Éufrates), y esta economía hacía muy poderosos y ricos a ambos centros hegemónicos. Desde la época del hebreo Jacob (o Israel) su descendencia había codiciado el modelo de desarrollo económico, ambicionando transformarse en pueblo agricultor. Los israelitas –los descendientes de Jacob– querían imitar a sus poderosos y ricos veci­nos, pues, observándolos, constataban que la base del poder político y económico era precisamente la agricultura. Ésta gene­raba un superávit de alimentos que aseguraba la supervivencia y posibilitaba que una parte de la población pudiera dedicarse a variadas labores productivas y al mantenimiento de un fuerte poder militar para asegurar el predominio. Empujados por el hambre de sus estériles tierras y ambicionando mejores oportunidades, los israelitas habían emigrado primero para establecerse en las riberas del Nilo. Pero apenas llegados, habían sido reducidos a continuación a la servidumbre. Liderados por Moisés, posi­blemente un miembro disidente de la dinastía egipcia reinante, decidieron sacudirse el yugo y se fugaron de Egipto. Tras un largo peregrinar, llegaron al valle regado por el río Jordán, ya ocupado por los cananeos, un pueblo agricul­tor de segundo orden, a quienes combatieron sangrienta y arteramente para echarlos y apoderarse de sus tierras, y con quienes finalmente se mezclaron.

En Egipto y Mesopotamia se habían desarrollado sendas es­tructuras políticas, las que estaban fuertemente centralizadas en torno a reyes-dioses, instalados en la cúspide de un poder abso­luto y autocrático. Este poder emanaba naturalmente del modo de producción agrícola, el cual era, por una parte, demasiado domi­nable y controlable a causa de la vulnerabilidad de los cultivos, y requería, por la otra, un fuerte poder central protector. En cambio, los israelitas, con una fuerte tradición pastoril, encontraron, por oposición, su identidad y unidad política, no en una autoridad deificada, sino en la con­cepción de Yahvé.

Aquella idea, que comenzó con la noción de un dios tribal más, fue deviniendo, probablemente con la intención de superar las divinidades locales y vecinas en competencia, en la noción de un Dios no sólo extramundano, sino creador del universo y, por lo tanto, omnipotente y transcendente. Y este Dios, que llamaron Yahvé, había llegado a establecer una mítica alianza con Abraham mediante la cual aquél había llegado a elegir a la descendencia de éste como su propio pueblo por sobre las otras naciones. Este convenio fue formalizado en la ley mosaica a través del trance colectivo por adquirir la identidad nacional como el pueblo de Israel, y los constituía en el pueblo elegido por Yahvé, prohibiendo naturalmente la idolatría tanto de otros dioses tribales como de aquéllos de los vecinos centros de poder, al tiempo que les daba una fuerza colectiva extraordinaria frente a otros pueblos.

Desde esta perspectiva histórica el valor del Antiguo Testamento es para nosotros puramente antropológico y sirve por una parte para saber qué en particular pensaba un pueblo de la edad del bronce, y por la otra para comprender su relevante trascendencia en los milenios que han seguido hasta la actualidad. No deja de llamar la atención que si los israelitas no hubieran conocido la escritura, no tendríamos, por ejemplo, las religiones del libro como las conocemos.

Cabe destacar que repugnan a una sensibilidad más humanista e individualista, como la que impera en la actualidad, dos ideas fundamentales del Antiguo Testamento: el escaso valor de la persona individual frente al valor del pueblo, y la inclemencia que este pueblo ejerce frente a los no israelitas. Es una lástima que la tradición cristiana nunca se haya logrado independizar del Antiguo Testamento ni haya denunciado con fuerza el pensamiento veterotestamentario por inhumano y legalista, sobre todo cuando Jesús recalcó tanto en su prédica el amor al prójimo, la libertad personal y la universalidad de su mensaje. Por otra parte, entre los numerosos aportes del Antiguo Testamento a una cultura religiosa, de los que la humanidad debiera ser felizmente deudora, se pueden destacar dos: el monoteísmo radical y el atribuir a Dios la creación del universo entero.


Lo transcendente y el Nuevo Testamento


En un comienzo, después de la crucifixión, la resurrección y la ascensión de Jesús, entre sus discípulos hubo necesidad de compartir las experiencias religiosas que habían tenido con su maestro y de propagar sus enseñanzas. La experiencia de estar con Jesús resucitado los había transformado radicalmente. Al cabo de un tiempo, algunas de las enseñanzas, testimonios y relatos, que se transmitían en forma oral, se fueron poniendo por escrito, sirviendo de base para la redacción de un número de textos llamados evangelios, palabra griega que significa buena nueva. Si a Jesús no se le hubiera visto resucitado o al menos aparecido, sus discípulos se hubieran simplemente dispersado y retornado a sus usuales actividades cotidianas.

Una comunidad religiosa surge naturalmente, y no por inspiración divina, a partir de creencias y experiencias religiosas compartidas, es decir, es la socialización de lo religioso. Un conjunto de comunidades reli­giosas puede llegar a estructurar una religión, que es la es­tructura de las creencias y de los valores éticos y de los mitos y ritos mantenidos en común. Ocurre frecuentemente que una reli­gión se estructura en iglesia cuando se toma conciencia del poder social y político adquirido. La Iglesia nació a partir de la asociación de las numerosas comunidades cristianas, o iglesias, que los apóstoles, en especial san Pablo, habían comenzado a organizar tanto entre los habitantes de Judea y los judíos en la gentilidad que se reunían en las sinagogas dispersas por el mundo romano, como entre principalmente los mismos gentiles. Muy pronto, esta nueva agrupación comenzó a adquirir conciencia de su propia identidad, distinta del judaísmo.

El estilo del Nuevo Testamento y en especial de los evangelios se caracteriza porque intenta transmitir el misterio más profundo posible de comunicar a las personas. La palabra tanto oral como escrita simplemente se queda pequeña para describir lo divino y la salvación transcendente de las personas, pues supera toda sabiduría, conocimiento y experiencia humana anterior. Quienes primeramente explicaban oralmente las enseñanzas de Jesús, muchas de las cuales eran sus propias parábolas, y luego quienes redactaron estas tradiciones de los primeros seguidores, debieron recurrir a símbolos y analogías, a la astrología y la mitología del entorno cultural de la época, y a los mismos textos vetero-testamentarios. Nuestra actual cultura, basada en la escritura y en el conocimiento objetivo propio de la filosofía y la ciencia, posee un lenguaje directo y lógico, por lo que nos resulta muy difícil entender estos escritos tan primitivos del primer siglo de la era cristiana sin la ayuda del análisis exegético. Los predicadores eclesiásticos contemporáneos deben hacer serios esfuerzos para transmitir con propiedad el mensaje del evangelio. Aparentemente les resulta más fácil apelar a devociones piadosas propias de la antropología religiosa y que conmueven a muchedumbres, pero que distan de las enseñanzas de Jesús.

Probablemente, Jesús es el personaje más incomprendido, tergiversado y mitificado de la historia. Entre la humilde vida de Jesús en Galilea y la magnificencia y poder de la Iglesia cristiana existió un proceso que duró unos trescientos años. Este se caracterizó por la mitificación de Jesús entre sus seguidores según las creencias y los intereses mantenidos por distintos grupos de poder. Quienes adquirieron poder en esta estructuración determinaron su sentido y definieron los significados. En los primeros cien años de este proceso debe distinguirse entre la persona de Jesús, en tanto ser histórico, y el personaje que sus dirigentes, probablemente con la mejor intención del mundo, fueron creando en el curso del tiempo acerca de lo que él fue. En dicho lapso de tiempo los escritos que terminaron por integrar el canon del Nuevo Testamento fueron tomando forma y fueron seleccionados principalmente con el criterio de que hubiesen sido obra, supuesta o no, de los apóstoles o de sus discípulos inmediatos en consideración a haber sido testigos directos de los hechos relatados.

Existe una diferencia entre persona y personaje. Una persona puede definirse como un ser histórico que tiene o tuvo una existencia real y concreta, en tanto que un personaje es una representación imaginaria e idealizada de una persona que un grupo llega a construir. La muy humana persona de Jesús dio paso al fantástico personaje que fue siendo sucesivamente exalta­do por sus seguidores: desde el maestro, pasando por el Mesías, hasta llegar a ser identi­ficado con el mismo Dios. El proceso que había comenzado en la Judea tuvo dos condicionantes particulares: primero, la incorporación de gentiles al movimiento y el término de la hegemonía judía en la naciente Iglesia, y segundo, la guerra romano-judía que culminó con la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C.

De Maestro de sabiduría a Mesías

La exégesis moderna, al analizar los textos bíblicos y los evangelios apócrifos, que son los únicos testimonios disponibles acerca de Jesús, los rollos del mar Muerto, que testimonian la época en aquellos lugares, juntamen­te con la bibliografía de la época y los comentarios de los Padres de la Iglesia, ha ido poco a poco desenmarañando la madeja. Los métodos exegéticos están demostrando que estos textos están lejos de relatar los acontecimientos a que se refieren tal como sucedieron, sino que tienden a reflejar tanto el pensamiento como las intenciones de sus autores. De este modo, los evangelios no pueden ser considerados como biogra­fías de Jesús, sino que son más bien obras teológicas que dan explicaciones sobre su misión. No obstante, los evangelios son la única fuente literaria primaria que disponemos de la vida de Jesús.

En las últimas treinta décadas, algunos historiadores bíblicos han ido desentrañando con mucha perspicacia y conocimientos el con­texto histórico y cultural del Nuevo Testamento y han estudiado las motivaciones de los distintos autores de este conjunto de escritos. Ahora es posible establecer que entre veinte y cuarenta años después de la muerte de Jesús, el grupo de sus seguidores específicamente de Galilea, probablemente con fuertes influencias del pensamiento griego, se refirieron acerca de él como un maes­tro de sabiduría. Se supone que dicha construcción del personaje de Jesús fue escrita en torno a sus dichos y sus hechos, y, habiendo sido testigos de su resurrección, los primeros redactores concluyeron que sus dichos provenían de Dios. Esta colección de dichos y hechos, que algunos exégetas designan como el texto “Q”, por quelle (“fuente” en alemán), aunque no tenga existencia en la actualidad, habiéndose supuestamente perdido estos manuscritos, probablemente para siempre, sería una importante fuente común de los Evangelios sinópticos.

El cristianismo puede definirse como la religión que san Pablo originó en el Imperio romano. Él se transformó en auto-designado apóstol de Jesús tras un extraordinario evento personal de conversión mística, asegurando que había tenido una revelación divina. Pero san Pablo no conoció personalmente a Jesús ni se interesó mayormente por su vida, y lo que supo de él fue de parte de algunos de sus discípulos. Además, en su tiempo los Evangelios aún no habían sido escritos. De la tradición hebrea Pablo heredó una visión antropológica fuertemente inspirada en el mito del pecado original, del Génesis, y de la importancia de la Ley mosaica. Pero su cosmovisión estaba más impregnada por la cultura de su entorno helénico, de fuerte raigambre dualista propia de la filosofía de Platón, la ética estoica y los cultos mistéricos. Aquello que más le impresionó de Jesús no fueron ni su vida ni sus enseñanzas, sino que él hubiera “resucitado” después de muerto en la cruz. (Ver en el siguiente capítulo la teología de san Pablo)

Por su parte, el grupo de seguidores en Jerusalén de Jesús, llamado nazareno, que a la muerte del maestro había sido dirigido por Santiago el Menor, su hermano, imbuido de la tradición épica y profética de Israel, poseía un fuerte sentimiento patriótico y mesiánico, propio de aquella época, cuando existía la idea de combatir contra el poder hegemónico de Roma y reivindicar el destino del pueblo judío señalado por Yahvé. Los judíos de ese tiempo, incluidos los nazarenos, suponían ser, desde los míticos tiempos de Abraham, Isaac y Jacob, el pueblo elegido de Yahvé, el dios de los israelitas. Éste había establecido una legendaria alianza con Israel, materializada posteriormente a través de la Ley de Moisés, y despreciaban en consecuencia a Roma y su dominación. Tanto para nazarenos como para esenios, zelotes y sicarios Yahvé debía propiciar la exaltación de Israel y el sometimiento de las demás naciones a su pueblo. El anunciado Mesías, el enviado de Yahvé para someter las naciones y establecer su reino bajo el liderazgo de Israel, los nazarenos lo habían identificado con Jesús.

En efecto, un tema oscuro en la doctrina de Jesús, tal como ha sido escrita en los textos del Antiguo Testamento, es su mesianismo. Se ha supuesto que la concreción de las promesas de Yahvé se verifica plenamente en Jesús. El punto que se debe destacar en la actual perspectiva es que el supuesto mesianismo de Jesús no se refiere en realidad a nada terreno, sino a algo absolutamente transcendente al mundo, como es el reino de Dios. Si Jesús fue ungido por Dios como Mesías, como es la creencia cristiana, en realidad no fue para conducir ejércitos judíos para aplastar a sus enemigos romanos y erigir al pueblo israelita para someter y dominar sobre todas las naciones, como fue la intención de nazarenos, zelotes, esenios y sicarios, sino que para anunciar la llegada del reino de Dios a toda la humanidad, el cual no es de este mundo, como se afirma en el Evangelio de Juan.

Probablemente, lo peor que pudo ocurrir con los evangelios sinópticos en particular fue que se deslizó, quedando firmemente asentada en ellos, la idea del mesianismo. Esta idea había sido atesorada por los judíos desde al menos la época de los Macabeos, y había sido acrecentada a partir de los escritos que narraban sus hazañas por los grupos radicales contemporáneos. Esta idea, que estaba en pleno vigor por la época de Jesús, fue mezclada en forma natural con su mensaje específico que se centraba en la idea de reino de Dios, y lo opacó para la posteridad. El concepto de reino de Dios fue identificado con la Tierra Prometida de leche y miel del Éxodo. Lo más grave es que frecuentemente se confundió la idea de un Reino transcendente con un futuro reinado de Dios aquí en la Tierra, en una suerte de integrismo teocrático judaico. Merece señalarse que las ideas de Mesías y Tierra Prometida son anhelos perfectamente humanos y cualquier pueblo en la larga historia de la humanidad las pudo haber tenido.

La confrontación romano-judía, que desembocó en la guerra de 66-73 d. C., la total derrota judía y la destrucción de Jerusalén y su templo, impulsó un intenso pensamiento apocalíptico. Para los creyentes de origen judío Jesús el Mesías se hizo más necesario que antes. Tenía que acabar la obra que había dejado inconclusa tras su muerte en la cruz. De otro modo, habría sido el fracaso más estruendoso que pudo haber en relación con las expectativas. No sólo no había llegado la paz al mundo, sino que los paganos romanos habían impuesto su propia paz. El personaje de Jesús, en tanto Cristo resucitado, se constituía en un Mesías invencible. De ahí que el tema de la resurrección del cuerpo, idea corrientemente aceptada en el medio (v.g. Egipto), adquiriera gran importancia. Sólo que ahora había que esperar la inminente “Segunda Venida” de Jesús, tras la cual éste reina­ría sobre los hombres por mil años y establecería el Reino de Dios precisamente en la Tierra. El mito del milenarismo, o quiliasmo, había nacido. Muchos han mezclado esta Segunda Venida de los textos apocalípticos con el maniqueísmo, como lo hacen en la actualidad los adventistas y los testigos de Jehová. Suponen que el milenio se iniciaría con la Segunda Venida que estaría acompañada por la derrota total del Mal, personificado en Lucifer, en la trascenden­tal batalla de Armagedón. Los seguidores de estas sectas pasan su tiempo observando ilusoriamente en el acontecer cotidiano los signos que anuncian el fin de los tiempos presentes y el advenimiento del milenio.

Los autores del Nuevo Testamento pertenecían profundamente a la cultura judía, y unos más que otros trataron de interpretar los hechos provocados por Jesús a la luz de la reverenciada tradición judaica. Los evangelistas y los autores de las epístolas pertenecieron a esta cultura que poseía una poderosa tradición religioso-histórica que hacía de referente a toda su forma de pensar. Esta perspectiva les opacó la visión y no pudieron apreciar por entero qué era lo que Jesús realmente hacía y decía. Toda la cuidadosa argumentación para asegurar que Jesús era el cumplimiento de las Sagradas Escrituras que anunciaban la venida del Mesías se derrumba cuando se llega a afirmar que estas reverenciadas escrituras no son otra cosa que mitos, si acaso piadosos, que no han tenido inspiración divina especial. Y se puede afirmar lo anterior en razón de que nada existe, que no sea la pura piedad, fuera de las escrituras mismas que nos obligue a concluir lo contrario.

Tan grave como el mencionado error de los sinópticos fue también el error de suponer que el Dios de Jesús es el mismo que el Yahvé de los judíos. Estos autores, en especial san Pablo y san Mateo, estaban tan ligados a la tradición judaica que no fueron capaces de romper con ella, a pesar de lo absolutamente revolucionario que fue el mensaje de Jesús.

Sin duda, el pensamiento sufre cambios a través del tiempo. Siguiendo al autor de los Hechos de los Apóstoles, Pedro y los otros discípulos circuncisos, pero jamás Santiago (el Menor) y los nazarenos, fueron paulatinamente aceptando el que el mensaje de Jesús es universal y también se dirige a los gentiles. Del mismo modo, siguiendo a los evangelistas, a los apóstoles les costó mucho llegar a comprender el rechazo de Jesús al mesianismo teocrático judío. Lo que ocurre es que es completamente natural que por una parte un pensamiento esté muy ligado a la tradición, y que, por la otra, vaya evolucionando a medida que va tomando conciencia de otros aspectos de la realidad. No es extraño, entonces, que la conciencia colectiva acerca de Dios evolucione con el tiempo. Se puede suponer que el dios del universo israelita se circunscribía a un entorno bastante antropométrico y local que abarcaba hasta el horizonte que se podía observar de montañas y mares. El universo de Copérnico fue considerablemente más grande, y el gran Galileo fue condenado a prisión por el Vaticano por estar de acuerdo con este revolucionario astrónomo. El universo que la ciencia moderna va descubriendo con los potentes telescopios disponibles apunta a un Dios creador tan omnipotente que el dios de Israel se asemeja más bien a un pobre provinciano de una lejana y pequeña provincia. Y sin embargo, este creador, ahora casi incomprensible para la limitada capacidad de la mente humana, es el mismo Dios Padre que Jesús nos enseñó y con quien podemos relacionarnos filial e íntimamente.

Igualmente se debe distinguir entre Adonai, el dios judío, y el Dios que predicó Jesús, y señalar que mientras el primero reina justiciera e implacablemente desde las lejanas e inaccesibles alturas de los cielos, el Dios de Jesús es próximo y acogedor. En realidad, Adonai no es muy distinto de Yahvé, sólo que más refinado y abstracto. Pero entre Yahvé (o Adonai) y el Dios de Jesús la diferencia es infinita. Yahvé es sólo un dios local, creación de israelitas y judíos.

De Cristo a Dios

Contemporáneamente a la redacción de los primeros textos que conformaron posteriormente los Evangelios, en el Asia Menor, las epístolas paulinas sirvieron de correa transportadora para traspasar a la iglesia que san Pablo había fundando las filosofías que formaban parte de su propia cultura helénica, recibida de su medio como un judío de la diáspora, como el dualismo platónico, la moral estoica y también el gnosticismo.

San Juan evangelista fue por un camino distinto de san Pablo cuando identificó la persona de Jesús directamente con el verbo de Dios. Para él, un judío monoteísta, Jesús es la encarnación, no precisamente de Dios, sino de la palabra de Dios que se transfor­ma en el vehículo de la manifestación del Logos. Era necesario para él explicar que el evangelio que Jesús enseñaba procedía de Dios, pues, si Jesús predicaba el reino de Dios, esta verdad tenía forzosamente que proceder, no de la experiencia humana, sino de una revelación divina. Y los cristianos cayeron en esta misma suposición, agregando que Jesús ya no es sólo el verbo divino, sino que en cuanto verbo, es también una persona divina.

Tras la completa derrota sufrida por los judíos a manos de los romanos, después de 73 d. C., el centro de gravedad del cristianismo se desplazó de Jerusalén, ahora destruida, a Roma. Este cambio fue acompa­ñado de un cambio doctrinal, pues se hacía necesario repudiar al mesianismo militante para aplacar a las autoridades civiles. Además, el mesianismo había sido una idea comprensi­ble para los judíos, pero era irrelevante para los gentiles. Ellos no se sentían el pueblo superior, elegido por Yahvé, y estaban conformes con el Imperio Romano y el orden y la paz que ofrecía. La idea del Mesías ungido por Dios se hizo comprensible para los gentiles como únicamente el ungido, el Cristo, en su calidad de rey del reino de Dios, y dicho Reino estaba conformado por la asamblea de fieles, o ekklesia.

El vacío ideológico que se creó al desechar el mesianismo fue llenado por la doctrina paulina. Ésta, que en su tiempo no había sido completamente aceptada, en especial en Palestina, ingresó ahora como la doctrina oficial de la emergente Iglesia, ahora en pleno mundo grecolatino. También era necesario legitimar la nueva autoridad para asegurarse la adhesión de las demás iglesias, sobre todo cuando la de Jerusalén, considerada la autoridad legítima, aún subsistía. De este modo se seleccionaron, se modificaron y se editaron documentos doctrinales según los nuevos intereses eclesiásticos. El Nuevo Testamento es en buena medida la presentación y la interpretación del cristianismo grecolatino del mensaje y de los orígenes cristianos. Los libros que terminaron por integrar este canon fueron aquellos que representaron estos intereses.

Las nuevas doctrinas se hicieron fácilmente creíbles. Los fieles de entonces no eran muy letrados. Además, san Pedro tenía mucha fama y concitó gran adhesión. La nueva autoridad estaba vinculada en línea directa con el fundador, dejando en claro su intención de crear una Iglesia. En vista de que era necesario que la voz del fundador siguiera hablando, aunque fuera desde el Cielo, se tomó la idea de san Pablo del Espíritu Santo para que asistiera a la autoridad cristiana. Existía el precedente de este apóstol, quien se había constituido en autori­dad independiente sobre la base de que él la había recibido por inspiración de Cristo en el Cielo por mediación precisamente del Espíritu Santo. Esta doctrina fue el fundamento para que, posteriormente, la autoridad eclesiástica pudiera proclamar como verdad cualquier doctrina por el simple expediente de atribuirla a la inspiración del Espíritu Santo.

De este modo, a partir de su naturaleza propia como maestro de sabiduría y verbo divino, aquel ya remoto e ignoto Jesús fue, en el corto tiempo en que se redactaron los libros canónicos del Nuevo Testamento, ensalzado sucesivamente hasta conferirle atributos y naturalezas propias de lo divino según era lo divino concebido por los seres humanos de aquel entonces. Primeramente, una generación posterior a Jesús lo consideró como el Mesías, salvador del pueblo elegido de Dios y rey de reino de Dios. Pero fue cuando el cristianismo se hizo imperial, con el emperador Constantino, que el personaje de Jesucristo fue divinizado, como era apetecido por aquellos que llegaban a divinizar hasta Octavio César. Así, fue natural transformar al personaje, pasan­do de Jesucristo, Hijo de Dios a Dios, el Hijo.

La nueva representación de la personalidad del fundador del cristianismo ya tenía muy poco en común con el humilde carpintero de Galilea que anunció un mensaje acerca de un reino de Dios que acogería a los humildes de corazón en una nueva, feliz y eterna existencia después de la vida. Ello convenía a la organización de la Iglesia que tendría como fundador al Dios encarnado de quien toda autoridad provendría. Esto significó desde luego un definitivo rompimiento con los judíos, quienes, rigurosamente monoteístas, no podían tolerar la idea de que un hombre fuera divinizado, y menos que Dios fuera divisible por tres.


Notas:
Este ensayo, ubicado en http://unihum8e.blogspot.com/,  corresponde al Capítulo 3, “La historia de lo transcendente en la tradición judeocristiana”, del Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/).